domingo, 23 de julio de 2017

EL OLOR DEL PAN RECIÉN HECHO

Siempre fue un niño bueno y con el paso del tiempo se convirtió en un buen hombre.
Se forjó grandes amigos y formó una hermosa familia.
En nuestra temprana infancia, él me llamaba Maya.
Con mucha frecuencia, jugaba con un fuerte de madera en el que convivían en armonía soldados, un león sin la pata derecha delantera, un simpático orangután barrigudo y una jirafa que miraba con suficiencia desde su altura.
Tenía una extraordinaria puntería, y cuando jugaba con latas de tomate vacías, siempre era el campeón indiscutible.
Yo le llamaba, cuando me enfadaba por algún nimio motivo, "rubiales cagapañales" y él ponía un gesto mohíno por el que me hacía sentir culpable.
Durante el tiempo que vivimos en esa calle empinada, en esa pequeña casa, nuestro sentido del olfato se desarrolló sobremanera porque cada mañana el olor a pan recién hecho y a tortas de azúcar y anís, confiscaba nuestro deseo de poder llevar al colegio, como premio a portarnos bien, una de ellas recién salida del horno.
A lo largo de nuestra vida, el dulce acompaña los momentos que queremos celebrar, tanto los cotidianos como los especiales.
Camina haciendo un movimiento, apenas perceptible, heredado de nuestro padre a quien se parece cada día más.
La vida nos da a todos y también nos quita, pero en lo profundo quiero que mi hermano siga estando presente en la mía, es uno de mis verdaderos tesoros.

 Texto de Esther de Andrés García
Bodegones de Mariano Ristori Morakis (Buenos Aires, 1970)