Sorolla nos dejó recuerdos inolvidables con su deliciosa forma de interpretar lo que percibía a través no sólo de la mirada sino de todos sus sentidos (la brisa del mar, el olor del salitre, las risas de los niños, las olas rompiendo en las rocas...).
Pero, indudablemente, su esplendor se lo debe a una mujer que siempre me ha fascinado: "Eugenia de Montijo".
Llegó al pequeño pueblo de pescadores, con su familia, cuando tenía nueve años y sus paisajes se grabaron en ella para siempre. En 1854, poco después de ser la emperatriz de Francia, convenció a su ilustre marido (Napoleón III) de hacer de Biarritz un lugar especial. La pareja imperial se instaló allí durante dos meses y compró un gran terreno para construir una residencia: "Villa Eugenia". Durante doce años pasaron allí los veranos y tuvieron la ocasión de recorrer el País Vasco. Muchos pueblecitos y lugares guardan todavía el recuerdo de su visita, pues la princesa era natural, abierta y muy simpática (conquistó el corazón de los habitantes de la región).
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Son los tres "coup de coeur" que más me gusta recordar de ella, pues creo que definen mejor su personalidad y carácter que la frívola y un poco cursi imagen que siempre se nos intenta ofrecer. Fue una mujer con una vida difícil, pero que supo mantener su temple y coraje hasta el final. Murió con 90 años y recién operada de cataratas, con la ilusión de que había podido volver a leer unas líneas del Quijote, en uno de los márgenes dejó escrito: "¡Viva España!"