domingo, 25 de febrero de 2024

MEDITACIONES DEL QUIJOTE

En julio de 1914 salía de imprenta el primer libro de José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, en las publicaciones de la Residencia de Estudiantes, al cuidado entonces de Juan-Ramón Jiménez, bajo la supervisión del director de la casa Alberto Jiménez Fraud, con quienes Ortega compartía el proyecto modernizador institucionista. En el texto se encuentran algunas líneas maestras de su pensamiento, intuiciones primarias y formulaciones definitivas que hallaron en sus páginas un tratamiento inicial y radical para su obra futura.

Cuando tenía treinta y un años, época de la actuación histórica del hombre (según sus propias palabras), el joven e ilusionado Ortega se lanzó al proyecto más ambicioso de su vida: abrir una vía española, hacia la deseada cumbre de la filosofía de su tiempo, aportando otro modo de ver y pensar el mundo, otra razón que no fuera la pura germana ni la impura mediterránea, sino un nuevo pensamiento que tendiese un puente entre ambas orillas, la del Norte y la del Sur, hermanándolas bajo una nueva matriz filosófica de nuevo cuño.

Para preparar el libro, el año anterior a su publicación (1913) se retiró a El Escorial, donde escribiría una serie de ensayos en los que se pudiera percibir suavemente una doctrina de amor. En dichos ensayos de amor intelectual - a los que un humanista del siglo XVII habría llamado salvaciones - el autor buscaba lo siguiente: dado un hecho (un libro, un hombre, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor...), llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su significado. Colocar las materias de todo orden, que la vida en su resaca perenne arroja a nuestros pies como restos inhábiles de un naufragio, en tal posición que el sol pueda dar en ellos innumerables reverberaciones.

Dentro de cada cosa existe la indicación de una posible plenitud y un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de salvarla, para que logre esa plenitud; a través de un acto de amor, la pondrá en relación inmediata con las corrientes del espíritu, y entretejiendo ambas, quedará transformada, ¡salvada! 

Para Ortega, el odio es un afecto que aniquila los valores, ya que impide la fusión de la cosa con nuestro espíritu, convirtiendo el mundo en algo rígido, seco, sórdido, desierto; por el contrario el amor nos liga a las cosas. Cuando amamos algo lo consideramos parte de nosotros mismos, no podemos vivir sin ello y, entrando en lo más profundo de lo amado, se nos revela en todo su esplendor. A su vez, ello parte de otra cosa a la que también se halla ligado, por lo cual el amor va tejiendo cosa a cosa y todo a nosotros. Como decía Platón: "El amor es un divino arquitecto que bajó al mundo a fin de que todo en él viviera en conexión". La inconexión es aniquilamiento. El odio, que fabrica inconexión, que aisla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad. Debemos aspirar a que el amor vuelva a administrar el universo. 

Pero la mayor pretensión del entusiasmado filósofo, en su primer libro, era transmitir al lector que el afán de comprensión es también una actividad amorosa y que multiplicando los haces de nuestro espíritu nuestra inteligencia y sensibilidad se irán desarrollando de tal manera que, no sólo nos beneficiarán a nosotros, sino a todo lo circundante.

El hombre rinde al máximum de su capacidad cuando adquiere la plena consciencia de su circunstancia, ya que por ella se comunica con el universo. ¡La circunstancia! ¡Circum-stantia! Lo que nos rodea, silencioso y humilde, con su peculiar fisionomía, anhela su perfección, es decir que lo salvemos. Sólo así podremos salvarnos nosotros también...

De todo ello nacía la frase más emblemática de la obra de José Ortega y Gasset: "yo soy yo y mi circunstancia y, si no la salvo a ella, no me salvo yo".

 

 

 

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