domingo, 28 de febrero de 2016

VITTORIA COLONNA

Me gustó mucho descubrir, en su momento, que Michelangelo Buonarroti escribía poesía, y de todo lo que encontré, lo que más me atrajo fue lo que dedicaba a su gran amiga Vittoria Colonna, marquesa de Pescara, poetisa e influyente intelectual y con la que he podido darme cuenta de lo importante que era para el artista la presencia de lo espiritual en la materia. Describía a su amiga del alma como "una mensajera entre el cielo y él, una mujer divina a la que imploraba benevolencia y condescendencia por sus múltiples imperfecciones".

En uno de sus sonetos dedicados a ella dice: "a mil años después de la partida, se verán tus hechizos vencedores y cuánta razón tuve al ser tu amante".

Por su parte, Vittoria contaba: le conocí cuando nuestros corazones no estaban libres de las ligaduras de la razón y tenían todos los miedos de la experiencia. 

Mi pasión por la vida, por el conocimiento, por la belleza, me facilitaban la relación con Michelangelo, il mío bambino, eternamente adolescente, ese hombre que participó más que ninguno de lo divino, de la divinidad clásica.

Yo me inclinaba más por la emoción que por la pasión, era su contrapeso racional sin el que no me habría amado como lo hizo. 

En pleno proceso creativo, manejando el lápiz, el papel, el escoplo o el compás, no dudaba jamás, pero ante un nuevo proyecto la elección de las formas perfectas y de la solución ideal le producía desasosiego y anhelaba la paz de su espíritu. 

Yo, en mis versos, intenté saciar su sed de espiritualidad, pero el fuego de su mirada, el encanto de su dinamismo, su exultante actividad, su derroche de prodigios, ejercían sobre mí un irresistible magnetismo. 

Él necesitaba el abrazo, el tacto, la mirada de los demás. Siempre en tensión, en lucha consigo mismo y, sin embargo, capaz de acariciar con una ternura infinita hasta el último rincón de sus obras antes de entregarlas como acabadas.

 Mi muerte (1571) le sumió en un profundo dolor y me dejó partir habiendo tocado solo mi mano. Me definió como "una piedra alpina que contiene en sí misma todos los supremos valores y alguien a quien no se podía pagar todos los dones de gracia divina que regalaba con tanta generosidad".


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