jueves, 9 de marzo de 2017

MICHEL DE MONTAIGNE

Iba llegando a mi vida desde lejos, casi sin sentirlo, pero ya está aquí, en el lugar adecuado y en el momento oportuno. En la etapa del camino en la que ahora me hallo, puedo apreciar su "douceur de vivre" y comprender lo que él escribe sobre el pensamiento y el autoconocimiento, pues siento como si me ocurriese a mí, está dentro de mí, en mi interior. Frases como: "Prefiero pensar en mi alma que amueblarla" , "no hay tarea más débil ni más fuerte que la de alimentar los propios pensamientos y los más grandes hacen de ello su ocupación ("quibus vivere est cogitare" "para quienes vivir es pensar", Cicerón)" , "soy muy capaz de hacer y conservar amistades raras y exquisitas" o "hemos de dirigir y de tener nuestros deseos en las cosas más fáciles y cercanas", me resultan tan próximas que me emocionan.

He tenido la sensación de que una venda se ha caído de mis ojos y puedo ver cara a cara a un hombre nacido y muerto muchísimos años antes que yo (1533-1592) y que es más que mi amigo, que está en mí como el maestro interior del que habla San Agustín. Soy consciente de que, a partir de ahora, ya necesito a Montaigne ("Parce que c´est lui, parce que c´est moi").
No es un filósofo sistemático, un pensador duro, sino un verdadero sabio (inteligente y sensible) que no busca ser un modelo de nada ni de nadie, sino que hace un espacio dentro de sí mismo para que se dé, o pueda surgir, lo ejemplar. En realidad lo que hace es enseñar a saber cómo se sabe.
Con una clara conciencia de la fragilidad humana y de la inmediatez de la muerte, se retiró en Périgord para disfrutar de sí mismo y de sus seres queridos, de una existencia campestre y con una excelente biblioteca en la torre circular de su castillo.
No muy alto, orgulloso y atento, inteligente y lúcido, buen conversador que viajó a Alemania e Italia y recibió de su padre una exquisita educación según los principios Erasmistas y aprendió a cultivar su espíritu, sin el menor prejuicio a la hora de pensar.
Tolerante y precavido, brilló como una estrella solitaria en medio de la noche de una Francia oscurecida por las brutales Guerras de Religión.
Filósofo sin Academia, huyó de abstracciones metafísicas y se limitó a comprender lo tangible y real. "Filosofar es aprender a morir", pero primero hay que aprender a vivir con naturalidad una vida plena y lo más satisfactoria posible que, evitando el mal, nos conducirá a una muerte digna.
Siento su influencia en Shakespeare y en Goethe, dos de mis autores de cabecera.
Termino esta íntima reflexión con una de sus frases: "Una prueba de la propia bondad está en confiar en la bondad de los demás".

No hay comentarios:

Publicar un comentario