Decía Oscar Wilde que "en el arte como en el amor es la ternura lo que da fuerza" y Gandhi llamaba cobarde al que es incapaz de mostrar amor. Y es que la ternura, paradójicamente, no es blanda, sino fuerte, firme y audaz (se muestra sin barreras, sin miedo). No se trata sólo de un acto de coraje, sino de voluntad para mantener y reforzar el vínculo de una relación humana del tipo que sea. Ella hace fuerte al amor y enciende la chispa de la alegría en la adversidad. Gracias a ella las relaciones se vuelven más profundas y duraderas, pues expresa sutilmente el deseo de que el otro se sienta bien.
La ternura implica confianza y seguridad en uno mismo y sin ella no hay entrega. Lejos de ser ostentosa es elegante: escucha atenta, gesto amable, demostración de interés por el otro... sin contrapartidas. Además, cobra extraordinario valor en los momentos difíciles y es una clara manifestación de que en el amor nada es pequeño.
La ternura da belleza y sentido a la vida. Es la expresión más serena, bella y firme del amor. Es el respeto, el reconocimiento y el cariño expresado en la caricia, en el detalle sutil, en el regalo inesperado, en la mirada cómplice o en el abrazo entregado y sincero. Gracias a ella, las relaciones afectivas crean las raíces del vínculo, de la consideración y del verdadero amor y los niños obtienen de ella la fuerza emocional necesaria para su evolución. La ternura revela la excelencia del ser humano a través del cuidado y del respeto.
Es un verdadero drama que, en la sociedad actual, sea una palabra que ha perdido su auténtico significado y se la confunda con la sensiblería o la cursilería. A mucha gente le da miedo pronunciar esa palabra por temor a quedar como un blandito o un trasnochado y, sin embargo, yo pienso que hay que volverla a poner en valor y ejercitarla lo más posible; sólo así conseguiremos que las relaciones humanas se enriquezcan y se fortalezcan, que sean reales y duraderas gracias al cuidado, al tacto y a la delicadeza.
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