martes, 17 de octubre de 2023

MANUEL BARTOLOMÉ COSSÍO

 

Toda la labor de orientación en las reformas que hizo Cossío a lo largo de su vida, no deben desdibujar los rasgos esenciales de su personalidad. Sus esfuerzos por desarrollar el sistema educativo en España fueron casi heroicos, pues organizó desde una posición muy precaria toda una estructura de reforma; tuvo que explicársela a los ministros, a los técnicos, a los maestros más humildes, a los padres de familia y no se rindió ni transigió con la apariencia. Actuó con tenacidad y pudo comprobar como sus ideas eran aceptadas dentro del sistema educativo, a pesar de que tenía un papel de minoría consecuente en una sociedad de fuertes antagonismos.

Según Jiménez-Landi, cronista de la Isntitución Libre de Enseñanza (ILE), la luminosidad que irradiaba convirtió a Cossío en un gran seductor. Sus gestos austeros y elegantes, su verbo poderoso, sus anhelos de reformar al ser humano y al mundo, por convertir a ambos en arte vivo, magnetizaban a todos cuantos le conocían. 

Alto, delgado, de apariencia fuerte, actitud sencilla. La expresión de su rostro mostraba candor y dulzura, pero la nariz grande y acaballada y su penetrante mirada azul expresaban un valor y una energía indomables. Austero y severo como los campos de Castilla, pero también dulce y risueño como los valles de la montaña (cuna de sus antepasados).

Con su extraordinaria capacidad oral era capaz de comunicar múltiples cosas a gente muy distinta y tenía el don de decir en cada momento lo más adecuado. Henchido de fe en sus ideales, con una finísima sensibilidad artística, buscaba en el arte de saber vivir la más bella obra que pudiera realizar un hombre. Su ejemplaridad supo despertar admiración y, sabiéndose fundir con quienes trataba, su trato cordial no excluía que viviera en serio sus ideales.

Cossío tenía fe en el ideal, en la fuerza lenta e íntima de la idea sobre el espíritu, en la fuerza de la persuasión, en la transformación evolutiva profunda, frente a la imposición formalista y artificiosa de la coacción. Odiaba la violencia. Su fe y su pureza soportaban cualquier prueba y su amor no tenía límites. 

Transparente y poroso, íntimo, recogido y austero, inspiraba confianza y gozaba de la conversación. Tomaba el pulso de las personas y se interesaba por ellas de verdad, creando así relaciones fructíferas. Gozaba de un supremo don de gentes y contagiaba su entusiasmo, su goce incontenible. Condescendiente, sí, pero sin perder nunca el principio que informaba su vida, el nervio de toda una ética. Respecto a sí mismo, ejercía la frase de que "la más alta nobleza exige la más estricta exigencia".

Luchador tenaz, radical en principios y extremadamente moral hasta el punto de infundir temor a quienes mostraban indicios de frivolidad o hipocresía, trató de vivir conforme a sus convicciones y convirtió su hogar - que todos admiraban - en refugio de quienes acudían en busca de aliento. 

Retrato pintado por Sorolla en 1908, que se encuentra en la Hispanic Society de Nueva York.



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