Aprendió a cocinar muy joven como ayudante de cocina en casa de la familia Gaytán de Ayala, en el palacio de Patrokua; allí permaneció veinte años.
Ya en San Sebastián se casó con uno de los mejores carniceros y juntos abrieron un restaurante al que llamaron "Casa Nicolasa" en 1912.
Donosti vivía la Belle Époque, con sus casinos y teatros, a los que acudían todo tipo de personalidades internacionales de la alta sociedad.
A principios de los años veinte los baños de verano atraían a la realeza y aristrocracia que llevaban a sus cocineros (la mayoría europeos) a sus grandes casas. Pinches y aprendizas aldeanas aprendieron en sus fogones a mezclar lo popular con lo más refinado, y una de ellas fue Nicolasa. Ya con mucha experiencia, se vio capaz de ofrecer su forma de cocinar en el número 4 de la calle Adamar, frente al mercado de la Bretxa. Allí, su clientela fija (lo más granado de la sociedad) se deleitaba con sus sopas de pesacado o ajo, sus croquetas, sus alubias, sus kokotxas y su bacalao ("a la Nicolasa") así como con el consomé royal, foie-gras, lenguado a la normanda o solomillo rossini.
Entre la flor y nata de sus asiduos (ministros, Presidentes de Gobierno, el rey Alfonso XIII, Zuloaga, Pío Baroja...) se encontraba Gregorio Marañón, doctor y gourmet que prologó su libro después de tomar un delicioso "arroz con leche" y desgustar "leche frita".
Estuvo veinte años al frente de su negocio y en 1933 lo vendió para abrir uno nuevo, "Andía", en pleno Paseo de la Concha. Pero la Guerra del 36 rompió el buen ritmo (de la familia y el negocio) y se fueron a vivir a Madrid, donde impartió clases de cocina y no tardó en abrir el mítico "La Nicolasa".
Dio un giro a la cocina vasca tradicional y actualmente es admirada por muchos cocineros.
Marañón la describía en su prólogo como "sacerdotisa de la cocina vasca" y calificó su restaurante como "un verdadero templo culinario".
Siempre que voy a San Sebastián (algo que hago con frecuencia) paso por su casa (ahora convertida en Pensión Nicolasa), pues mantiene toda su esencia. Debajo, sigue la misma tienda de delicatessen de siempre (modernizada) donde poder reponer fuerzas.
Y es que, en el paisaje urbano que tanto me gusta contemplar, quedan impregnadas para la eternidad las personas que fueron creando, con su buen hacer, la personalidad de una ciudad, sus sellos de identidad, su clase y su "savoir faire" elegante y natural.
Esta foto (que saqué mientras paseaba) es mi pequeño recuerdo a esta gran mujer.
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