sábado, 25 de abril de 2020

AZORÍN Y CASTILLA

El escritor José Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967), acabó con la retórica y los grandes circunloquios del Romanticismo aportando un estilo directo y minucioso que muchos han llamado "atómico". Leyó y releyó Los Ensayos de Montaigne como ejemplo a seguir y empezó a escribir en castellano con la sintáctica francesa. Frases cortas, oraciones simples coordinadas y yuxtapuestas (huyendo de las subordinadas); usaba períodos cortos oracionales que entrelazaba con el punto y coma y cerraba con un punto y seguido.

Cuando escribía - a mano y con pluma estilográfica - empleaba los sentidos (vista, oído, olfato) así como las sensaciones y recuerdos. Le gustaba inventar neologismos y sacar del diccionario arcaísmos; cuidaba y se detenía en los detalles, al considerar que el detalle es lo que define el estilo personal del escritor; tenía ojo de pintor impresionista y - por encima de todo - le gustaba usar epítetos en lugar de verbos, que son acción, pues sus escritos eran todo lo contario: narraciones lentas, descriptivas, relajantes, eruditas, y que denotaban un gran amor al paisaje.

Con su lenguaje sobrio y directo unía realidad y sensibilidad para mostrar impresiones en sus escritos. En este fragmento de Castilla podemos apreciar la frase corta, la sintaxis sencilla, la abundante adjetivación a través de la cual se refleja el subjetivismo, la fusión de alma y paisaje y la luz con una variada gama de colores y matices, diseminando pinceladas sueltas sin un orden preciso, de manera que sólo cuando completamos la lectura del texto podemos apreciar la totalidad de lo escrito:

"No puede ver el mar la solitaria y meláncolica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones torrenciales han abierto hondas mellas; mansos alcores y terrenos, desde donde se divisa un caminito que va en zig-zag hasta un riachuelo. Las auras marinas no llegan hasta estos poblados pardos de casuchas deleznables, que tienen un bosquecillo de chopos junto al ejido. Desde la ventana de este sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vigorosa; se columbra allá en una colina con los cipreses rígidos, negros, a los lados, que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda que se abre a la salida de la vieja ciudad no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje; llega en el silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía el cacareo metálico, largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar; ven la llanada de las mieses, miran sin verla la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden cuando llega el crepúsculo una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas. Van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes no despidan granizos asoladores".

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